domingo, 24 de octubre de 2010

Santa María de la Estrella y La Salle

El pasado 2 de mayo tuvo lugar en Monteburgo, Normandía francesa, una solemne celebración en honor de la Nuestra Señora de la Estrella, que conmemoraba tres acontecimientos a un tiempo: el 950º aniversario de la fundación de la abadía que la tuvo por patrona, el cincuentenario de la coronación de la imagen de la Virgen y la bendición oficial de las vidrieras que han completado con acierto la restauración de la bellísima iglesia abacial del monasterio, muy dañada tras los desastres de la Segunda Guerra Mundial. La participación entusiasta de casi medio millar de personas dio gran brillantez a la fiesta.


El acontecimiento tenía también una honda significación lasaliana, ya que el Hermano Denis, a la sazón Vicario General del Instituto, proclamó en 1955 a Santa María de la Estrella “Reina y Madre de las Escuelas Cristianas”. Desde entonces, los lasalianos han acogido con cariño esta advocación entre sus tesoros de familia, extendiendo su devoción por todos los rincones del mundo. Así lo subrayó con elocuencia la presencia en los diversos actos de unos setenta Hermanos, con el Superior General y los Visitadores de Francia a la cabeza.


Pero, ¿qué lazos unen a la Virgen de la Estrella con La Salle?


Una leyenda medieval.- La historia de la abadía de Nuestra Señora de la Estrella se pierde entre las brumas de las tradiciones medievales. Cuenta la leyenda que dos ermitaños de los Alpes decidieron un día partir en busca de nuevas tierras donde dedicarse a Dios. Su larga marcha los llevó hacia el noroeste de Francia, a una hermosa playa a orillas del Atlántico.


Agotados, a la espera de hallar modo de viajar al otro lado del océano, decidieron descansar allí mismo: uno de ellos en una barca abandonada; su compañero, llamado Roger, directamente sobre la arena. A mitad de la noche se levantó una fuerte tempestad que arrastró la barca, con su navegante dormido dentro, hacia alta mar. Dicen que alcanzaría las costas británicas, donde, con el tiempo, el involuntario marinero sería nombrado obispo.


Roger, abrumado por la pérdida de su amigo, se dio con más intensidad que nunca a la oración y a las privaciones hasta que el Señor le reveló su voluntad: deseaba que permaneciese en tierra normanda y construyera una iglesia para Él. Un tanto perplejo, Roger continuó con sus penitencias, esperando hallar más luz en sus zozobras. Un sueño las iba a difuminar por completo: la clave parecía esconderse en una estrella. Despertado súbitamente, vio, en efecto, una estrella caer del cielo y prender fuego a unos matorrales.


No se lo pensó dos veces; en ese mismo sitio instaló su cabaña y comenzó a levantar una humilde capilla en honor de María. La gente del lugar y algunos peregrinos le echaron una mano.


La fama de santidad de Roger fue creciendo, de modo que se le juntaron numerosas personas deseosas de aprovechar su sabiduría, hasta que, con el generoso apoyo del Duque de Normandía, Guillermo el Conquistador, en aquel lugar terminó surgiendo una gran abadía: Santa María de Monteburgo. Los documentos históricos hablan de ella desde 1051, siendo su primera iglesia abacial consagrada en 1152.


Los siglos XII y XIII constituyeron, sin duda, los momentos de gloria de Monteburgo. Luego, diversas guerras destruyeron y pillaron en varias ocasiones gran parte de sus dependencias, mientras la observancia monástica se deslizaba por las pendientes de la decadencia. La puntilla vendría a dársela la Revolución Francesa, que redujo literalmente a ruinas el monasterio.


Los Hermanos de la Misericordia de Monteburgo.- La reconstrucción de Monteburgo tiene mucho que ver con las peripecias apostólicas de una santa normanda: Santa María Magdalena Postel. En 1807, concluido el sórdido periodo revolucionario, esta devota señora fundó una congregación femenina dedicada a la educación de las chicas campesinas. Habiendo conocido de joven a los lasalianos, la santa encuentra que la mejor Regla que puede orientar a sus religiosas por los caminos de la santidad en la escuela es la de La Salle. Y así lo indica, denominando, además, oficialmente a su congregación “Hermanas de las Escuelas Cristianas de la Misericordia”, que se extienden hoy, en dos ramas, por catorce países del mundo.


Al principio, estas religiosas se agruparán en torno a las ruinas de una abadía medieval vecina a Monteburgo –Saint-Sauveur-le-Vicomte-, cuya reconstrucción adoptan como compromiso congregacional.


Siguiendo de cerca el modelo de Santa María Magdalena, el Padre Delamare –que con el tiempo llegaría a ser obispo de Luçon- decidió fundar una congregación idéntica a la de la santa, pero para hombres. Serán los Hermanos de las Escuelas Cristianas de la Misericordia, que nacen en 1842 y llegarán a animar una treintena de escuelas por la Normandía rural. Al igual que las Hermanas, comprarán las ruinas de una antigua abadía y se encargarán, como congregación, de rehacerla. La elegida, esta vez, es la de Monteburgo, aunque hasta finales de siglo no estarán en condiciones de impulsar efectivamente el proyecto.


Para ello, la primera decisión que toman será encargar a los famosos talleres de la lasaliana escuela de Saint-Luc, en Tournai (Bélgica), el diseño de una nueva imagen de la Virgen, pues la antigua está muy deteriorada. Su nueva patrona llegará a Monteburgo en 1892; se llamará Nuestra Señora de la Estrella, como homenaje a la leyenda medieval que la asocia a aquellos parajes. Es la misma talla que en 1960 sería solemnemente coronada y que aún hoy se venera en el santuario. Seis años después de la llegada de la Virgen se puede ya inaugurar la iglesia, cuyos muros están completamente rehechos y sus bóvedas casi a mitad concluidas. Entusiasmo y fondos no faltaban, pero el mazo de la historia estaba a punto de golpear nuevamente...


La estrella lasaliana.- Esta vez fueron las leyes laicistas de 1904, que prohíben la presencia de religiosos en las escuelas francesas. Expulsados de sus centros, los Hermanos de la Misericordia marchan a Bélgica e intentan implantarse allí, a la espera de tiempos más favorables en su tierra.


Estos llegarán en 1922, tras la Primera Guerra Mundial. Los Hermanos de la Misericordia regresan entonces a Monteburgo. Son ya muy pocos y han envejecido lo suyo, pero tienen arrestos para continuar con las obras de restauración de la abadía, cuya iglesia consiguen cubrir completamente.


Las vocaciones, no obstante, se hacen de rogar y, por ello, los últimos Hermanos de las Escuelas Cristianas de la Misericordia se ven obligados a tomar decisiones costosas. Así, solicitarán su admisión en el Instituto de La Salle, aceptando con dolor que su venerable institución desaparezca, justo cuando está a punto de cumplir un siglo de existencia. Corría el año 1936.


Quedaba todavía una última adversidad: el desembarco de Normandía, que se desarrolla a escasos kilómetros de Monteburgo y reduce de nuevo su iglesia a ruinas. Peor fue, con todo, la desaparición del Hermano director de la comunidad, destrozado en los campos de la escuela al pisar una mina, el mismo día de 1944 en que, tras los duros bombardeos padecidos, parecía que, por fin, la paz se instalaba definitivamente en aquellos lugares.


Se reconstruyó otra vez la iglesia abacial, que pudo ser consagrada de nuevo en 1951, en presencia de los dos últimos ex Hermanos de la Misericordia, que portaban ya el hábito lasaliano.


A su llegada efectiva a Monteburgo, los Hermanos de La Salle crearon allí una escuela agrícola, con su internado, conectando así con una rica tradición lasaliana en Francia. Tras el trágico paréntesis de la Segunda Guerra Mundial la escuela retomó con fuerza sus actividades y se desarrolló sobremanera.


En 1986, acuciada por la escasez de personal, la comunidad de Hermanos hubo de abandonar Monteburgo. Desde entonces, el centro ha sido animado por laicos entusiastas, que lo mantienen bajo tutela lasaliana. La escuela agrícola y el internado continúan, aunque menos boyantes que en otras épocas. También funcionan otros dos centros: uno de bachillerato elemental y otro de formación agrícola para adultos.


Nuestra Señora de la Estrella continúa, pues, a su manera, bendiciendo, desde Monteburgo, el compromiso apostólico de tantos y tantos lasalianos empeñados, por todas partes, en llevar el Evangelio al mundo de los niños y de los jóvenes necesitados.

Hermano Josean Villalabeitia

domingo, 13 de junio de 2010

Miguel Delibes, lasaliano




El pasado 12 de marzo nos dejaba para siempre Miguel Delibes, unánimemente reconocido por crítica y público de toda condición como una de las voces más prominentes, si no la mejor, de la literatura castellana de la segunda mitad del siglo XX.

Delibes, amigo de La Salle.- El niño Delibes estudió en el lasaliano Colegio “Nuestra Señora de Lourdes”, de su Valladolid natal; en él cursó, entre 1930 y 1936, el bachillerato de la época.

Nada tiene, pues, de extraño que en aquellas austeras aulas lasalianas Miguel Delibes aprendiera los rudimentos de una lengua castellana que llegaría a manejar con una maestría al alcance de muy pocos. También allí, en las sesiones dominicales del Colegio, se aficionaría al cine.

El Hermano León, en la Memoria Colegial de 1936, nos ha dejado una valoración precisa de los logros académicos y personales del futuro escritor: “Sin ser enciclopédico en sus conocimientos, posee no obstante una sólida formación asaz general, excelente preparación para comenzar los estudios universitarios. Tiene grande aprecio de la virtud cristiana y lo demuestra en su lenguaje siempre digno”. Sin duda, prometía...

Pero la estrecha relación del joven Delibes con la familia lasaliana se prolongaría más allá del estricto periodo escolar, hasta el punto de elegir, en 1946, la capilla del Colegio de Lourdes para casarse con su queridísima Ángeles de Castro, que marcaría profundamente su existencia.

Luego, a lo largo de su vida, serían numerosas las ocasiones en que Don Miguel manifestó en público su reconocimiento y cariño a los Hermanos de La Salle.

Delibes lasaliano.- En el momento del adiós definitivo, como homenaje a su memoria y hermoso legado para sus amigos lasalianos, podríamos destacar dos valores perennes de la obra de Delibes, que lo conectan de lleno con las convicciones de sus primeros profesores.

El primero sería su firme y permanente apuesta por los más pobres, por poner de relieve y dar voz a los que no cuentan, a los que han sido olvidados por todos, a los desposeídos y desheredados. Varias de sus novelas ambientadas en el mundo rural, de profundidad y belleza literaria impresionantes, serían, a este respecto, referencias ineludibles, donde la compasión por el prójimo sufriente sacude con su interpelación hasta los más recónditos rincones del corazón del lector.

Un segundo valor lasaliano de Delibes, emparentado sin duda con el anterior aunque menos conocido, sería su recia e inquebrantable fe cristiana, siempre comprensiva y nada anclada en posiciones inamovibles, que, según confesó a menudo en los últimos años, iluminó permanentemente su caminar y le ayudó a sobrellevar el intenso dolor que las pérdidas de los seres queridos y los achaques de la vida fueron provocando en su interior.

Descanse en paz nuestro querido Miguel Delibes, lasaliano de pro.

Hermano Josean Villalabeitia

jueves, 28 de enero de 2010

Ministros de Dios en la escuela


Los Hermanos de La Salle de España y Portugal se hallan embarcados en un proceso de convergencia institucional que transformará por completo el modelo organizativo por el que se han regido estos últimos tiempos. Así, de la división en diferentes distritos, con autoridades y modos de hacer diferentes, pasarán en breve a una única provincia religiosa, que coordinará los criterios y objetivos de todos los lasalianos, de manera que la nueva estructura se adapte mejor a las características actuales de la sociedad y sus esfuerzos apostólicos den más fruto.

En realidad, al igual que para los demás creyentes, el posconcilio ha supuesto para todos los lasalianos, religiosos o no, una revolución en toda regla. Sus colegios, sus comunidades, el ambiente, todo en La Salle es ahora completamente distinto de como era hace tan sólo unas décadas.

La clave fundamental para comprender este cambio habría que buscarla en el deseo de ser cada día más fieles a lo que su Fundador soñó para ellos, a aquel carisma originario que les dio vida y continúa aún hoy justificando su existencia en la Iglesia y en el mundo. Las transformaciones actuales no buscan, en el fondo, otra cosa que revivir cada día, con renovada fidelidad creativa, la misma experiencia carismática que impulsara hace más de tres siglos a Juan Bautista De La Salle y a sus primeros compañeros. De ellos, precisamente, hay que partir si se pretende comprender lo que sucede hoy en el mundo lasaliano.

Dios tiene otros planes.- Reims es una ciudad del norte de Francia, célebre por dos signos de identidad característicos. Por una parte, su hermosa catedral gótica, en la que durante varios siglos fueron coronados los reyes galos; además, es la capital de la Champaña, una de las más importante regiones vitivinícolas de Francia, en la que se elabora el vino espumoso más reputado del mundo.

En Reims, precisamente, vio también la luz, en 1651, Juan Bautista De La Salle, hijo de un influyente magistrado y de una señora de la baja nobleza rural. A pesar de su condición de primogénito, el joven Señor de La Salle manifestó enseguida su intención de seguir la carrera eclesiástica, quizás con el inconfesado objetivo de convertirse un día en obispo. Sus orígenes en la alta burguesía de su tierra, su temprano acceso a una canonjía en la catedral de Reims, sus estudios en el prestigioso Seminario de San Sulpicio, de París, y en la también parisina universidad de La Sorbona −interrumpidos inesperadamente por la repentina muerte de sus dos progenitores− y el doctorado en teología, que concluyera más tarde en su ciudad natal, eran argumentos más que sobrados para progresar sin trabas en la carrera hacia el episcopado. Pero Dios, que −según De La Salle− “gobierna todas las cosas con sabiduría y suavidad”, tenía para él otros planes.

Las escuelas y los niños pobres, en efecto, se cruzaron de improviso en su camino y lo que en un principio sólo era un deber de caridad para con unos maestros cristianos desamparados terminó por dar un vuelco completo a la vida del joven canónigo. Primero fue buscar una casa para alojar a aquellos maestros; luego encargarse de su sustento, trayéndolos a comer incluso a la propia mansión familiar de los De La Salle; hasta acabar, al final, viviendo como ellos y con ellos, tras renunciar a la canonjía y repartir gran parte de sus bienes entre los necesitados.

Todo un proceso de renuncia a su privilegiada condición social y eclesiástica para pasar a compartir vida y misión con un grupo de pobres maestros muy mal considerados por el resto de sus conciudadanos, pero elegidos por Dios para convertirlos −según dejaría escrito más tarde el propio De La Salle− en “embajadores de Dios, ministros de Jesucristo y ángeles custodios de los niños”, desempeñando en las escuelas un empleo “tan importante en la Iglesia como el de los apóstoles o el de los obispos”. Se refería al de la educación cristiana, por supuesto.

Unas escuelas diferentes.- El negocio escolar marchaba boyante por aquel entonces en muchos rincones de Francia, con todo tipo de maestros escribanos y artesanos de la caligrafía que controlaban con cuidado cuanto tuviera que ver con su trabajo, sobre todo si podía afectar a sus bolsillos.

También en la Francia católica de aquellas fechas posteriores al Concilio de Trento el mundillo escolar estaba muy activo, aunque por razones distintas. Se pretendía recristianizar con entusiasmo a amplios sectores del país que vivían su fe de manera mediocre, y como medios privilegiados para conseguirlo proponían la catequesis y la escuela cristiana, que a menudo se confundían. Así las cosas, muchas parroquias organizaban escuelas para niños pobres, que, no obstante su nombre, dedicaban gran parte del tiempo a temas de catequesis, liturgia, moral y vida cristiana en general, de modo que de allí salieran cantores, acólitos, algunos candidatos al sacerdocio y, sobre todo, buenos creyentes.

En su inesperado acercamiento al ambiente escolar católico, Juan Bautista podía haber copiado cualquiera de los muchos modelos que, aquí o allá, un poco por todas partes, se estaban experimentando. Habría sido lo más sencillo. Sin embargo, decepcionado seguramente en sus primeros contactos con los responsables diocesanos de las escuelas de Reims, con quienes tuvo que gestionar el reconocimiento legal de una comunidad de religiosas, decidió transitar con sus maestros por un camino diferente.

Este planteamiento original, que dio a sus primeros cultivadores no pocos dolores de cabeza, terminó por imponerse sin discusión, de manera que a lo largo del siglo XVIII, y sobre todo en el XIX y primera mitad del XX, alcanzó un éxito impresionante, tanto dentro como fuera de las fronteras geográficas y culturales francesas. Trece Hermanos oficialmente canonizados, 74 beatificados −bastantes de ellos mártires de la última Guerra Civil Española− y muchos otros que esperan el veredicto vaticano acreditan, además, la sublime calidad espiritual del camino lasaliano.

Tres puntos clave.- Para comprender como es debido la originalidad del carisma lasaliano habría que fijarse fundamentalmente en tres aspectos, que han de ir siempre inseparablemente unidos. En primer lugar, la íntima convicción, que debe animar a todos los lasalianos, de haber sido elegidos y enviados por Dios a trabajar en su viña, de ser testigos del amor del Padre entre los niños y jóvenes necesitados, instrumentos del Reino de Dios en las escuelas. Esta manera de plantear la educación cristiana la vuelve mucho más interesante y atractiva que una simple profesión de utilidad social, para hacer de ella un auténtico ministerio eclesial, por el que la gracia del cielo llega a los hombres y va haciendo realidad el sueño de Dios en relación con los niños y jóvenes más pobres.

No se puede ser seguidor de Juan Bautista De La Salle sin cultivar con mimo esta profunda dimensión mística del trabajo apostólico, a base de contactos prolongados con la Palabra de Dios, de recuerdo frecuente de su presencia en nuestro derredor, de plegaria intensa y profunda, de “espíritu de fe”, en definitiva, como dejaría escrito el propio Juan Bautista.

En segundo lugar, los primeros Hermanos de La Salle concibieron un modelo profundamente comunitario de animación de las escuelas, basado en un concepto original que para ellos resultaba primordial: la “asociación para la misión”. Algunos especialistas consideran que ésta es la gran aportación lasaliana a la historia de la educación: constituir un grupo sólido de educadores entusiasmados con la tarea de promover juntos la obra de las escuelas cristianas, de modo que los niños más necesitados puedan convertirse en hombres de provecho para la sociedad y cristianos coherentes con su fe. Así, cada lasaliano tiene su puesto concreto en el conjunto de la obra de las escuelas, pero todos juntos, “asociados”, desarrollan la única misión de implantar el Reino de Dios entre niños y jóvenes. La comunión profunda entre sus protagonistas es, por tanto, el imprescindible punto de partida de toda iniciativa apostólica lasaliana.

Un tercer aspecto que caracteriza desde sus primeros momentos la obra de los Hermanos fundados por De La Salle es la organización de sus obras educativas, que estarán fundamentalmente destinadas y pensadas para los pobres, pero, al mismo tiempo, se abrirán sin complejos a todos los interesados en acudir a ellas. Los centros lasalianos nunca serán guetos sociales, como pedía, con frecuencia, la costumbre y hasta la legislación de la época fundacional, sino espacios bien organizados, concebidos con una visión muy práctica de la educación, donde poder prepararse con rapidez y eficacia a ocupar un puesto en la sociedad, dando importancia primordial a las relaciones de calidad entre todos, más allá de su responsabilidad precisa en el organigrama escolar, y reservando permanentemente a la religión un lugar destacado, de modo que los alumnos se habitúen desde pequeños a vivir su fe con naturalidad e interés.

Figuras clave en las escuelas lasalianas serán sus maestros, “hermanos entre ellos y hermanos mayores de sus alumnos”, según les recomendaba su Fundador, lo que hará de la cercanía y la confianza claves indispensables del éxito escolar.

Los primeros lasalianos sólo utilizaban el latín en las iglesias, lo que les valió no pocas veces la mofa y hasta el insulto explícito de quienes los consideraban unos auténticos incultos. Sin embargo, eran unos profesionales de la educación entusiasmados con su trabajo y formados para ejercerlo bien; excelentes conocedores y desarrolladores prácticos de un método escolar original que, con el tiempo, terminaría por mostrar una eficacia pedagógica de alto nivel en todos los sentidos; personas convencidas de la extraordinaria importancia de realizar perfectamente su labor, ya que, como les aconsejaba su Fundador, “no debían hacer diferencia entre los deberes de su empleo y los de su propia salvación”. De La Salle fundó una institución de educadores cristianos, de maestros, en el mejor sentido de la palabra, y no sólo de catequistas.

En esta misma línea de exigencia en los planteamientos pedagógicos, y al contrario de lo que ha sido habitual en otras instituciones similares, entre los Hermanos de La Salle nunca ha habido sacerdotes, “porque −en opinión del Fundador− la comunidad y el empleo escolar exigen un hombre entero”.

La hora actual.- Ya hemos comentado cómo, en línea con la invitación que lanzaba insistente el Vaticano II hace ya unos cuantos decenios, los Hermanos de La Salle se hallan envueltos en un proceso de reinterpretación y renovación de su carisma fundacional, de manera que pueda adaptarse sin estridencias a las novedades del tiempo presente. Algunos han llamado a este proceso “refundación” aunque tal vez no sea el término más apropiado para una institución que existe desde hace más de tres siglos.

El ambiente de los países donde la implantación de los Hermanos era más intensa no ha favorecido en absoluto el desarrollo sereno de este proceso, pues lo ha hecho coincidir con una rápida laicización de la sociedad, al tiempo que una aguda crisis vocacional sacudía con fuerza a la institución. La perplejidad y el temor ante los nuevos planteamientos se convirtieron en una tentación que ha habido que superar, evitando achacar a los cambios que se intentaban promover la responsabilidad del mal momento.

A pesar de todo, el Instituto de los Hermanos se embarcó con audacia en la tarea de actualizar su carisma fundacional y, siguiendo a su Fundador, “se hizo a la mar sin velas ni remos”, apoyado únicamente en una irreductible convicción: mediante capítulos, reuniones, discusiones, elecciones, documentos, etc., el Espíritu continuaba guiándolos con amor.

Se puede decir que, para los Hermanos de La Salle, el pistoletazo de salida de todo el proceso de renovación institucional comenzó con el Capítulo General de 1966-1967, que alumbró unos documentos normativos tremendamente novedosos, que respiraban un aire por completo distinto al que había sido habitual durante los casi tres siglos transcurridos desde la fundación, e invitaban a dar nuevos pasos en fidelidad creativa al legado de los primeros Hermanos. Tras un par de décadas de perplejidad y agridulces ensayos, el cambio cobró nuevos bríos a principios de 1987 con la aprobación definitiva de la nueva Regla, aún vigente en el Instituto, y ha continuado haciendo camino, sin prisa ni pausa, hasta el día de hoy.

Y es que los Hermanos están convencidos de que el carisma que Juan Bautista De La Salle recibiera del Espíritu para servir a la Iglesia y al mundo no les pertenece a ellos en exclusiva, ni mucho menos. Es un bien con el que Dios bendijo a toda su Iglesia y, en consecuencia, a disposición de la Iglesia entera debe quedar. Por eso, no se sorprenden en absoluto cuando descubren a un número cada vez mayor de personas de toda condición, implicadas, sobre todo, en tareas educativas y catequísticas, que desean apoyar su vida y su compromiso apostólico en los pilares de la espiritualidad lasaliana. Como la historia anterior no hay quien la borre, a los Hermanos les corresponde −de momento− una responsabilidad particular en el discernimiento y la formación de estos nuevos llegados a los aledaños del carisma lasaliano, de manera que su experiencia sea auténtica y puedan penetrar hasta el fondo en los secretos del carisma lasaliano para recibir de él vida y sentido en plenitud.

Por utilizar sus propias palabras, los Hermanos se sienten hoy “corazón, memoria y garantía” del carisma lasaliano para cuantos están interesados en fundamentar su existencia en él. No tienen mensajes revolucionarios que comunicar a quienes buscan; tan sólo insisten en las claves lasalianas de siempre: el espíritu de fe, que hay que cultivar a base de Palabra de Dios y oración; la comunión lasaliana, a la vez fuente y fruto de la misión; la asociación para el servicio educativo de los más necesitados... Y elevan confiados sus brazos al cielo, esperando, una vez más, que el Espíritu fecunde sus desvelos como sólo Él lo sabe hacer.


Hermano Josean Villalabeitia