jueves, 28 de enero de 2010

Ministros de Dios en la escuela


Los Hermanos de La Salle de España y Portugal se hallan embarcados en un proceso de convergencia institucional que transformará por completo el modelo organizativo por el que se han regido estos últimos tiempos. Así, de la división en diferentes distritos, con autoridades y modos de hacer diferentes, pasarán en breve a una única provincia religiosa, que coordinará los criterios y objetivos de todos los lasalianos, de manera que la nueva estructura se adapte mejor a las características actuales de la sociedad y sus esfuerzos apostólicos den más fruto.

En realidad, al igual que para los demás creyentes, el posconcilio ha supuesto para todos los lasalianos, religiosos o no, una revolución en toda regla. Sus colegios, sus comunidades, el ambiente, todo en La Salle es ahora completamente distinto de como era hace tan sólo unas décadas.

La clave fundamental para comprender este cambio habría que buscarla en el deseo de ser cada día más fieles a lo que su Fundador soñó para ellos, a aquel carisma originario que les dio vida y continúa aún hoy justificando su existencia en la Iglesia y en el mundo. Las transformaciones actuales no buscan, en el fondo, otra cosa que revivir cada día, con renovada fidelidad creativa, la misma experiencia carismática que impulsara hace más de tres siglos a Juan Bautista De La Salle y a sus primeros compañeros. De ellos, precisamente, hay que partir si se pretende comprender lo que sucede hoy en el mundo lasaliano.

Dios tiene otros planes.- Reims es una ciudad del norte de Francia, célebre por dos signos de identidad característicos. Por una parte, su hermosa catedral gótica, en la que durante varios siglos fueron coronados los reyes galos; además, es la capital de la Champaña, una de las más importante regiones vitivinícolas de Francia, en la que se elabora el vino espumoso más reputado del mundo.

En Reims, precisamente, vio también la luz, en 1651, Juan Bautista De La Salle, hijo de un influyente magistrado y de una señora de la baja nobleza rural. A pesar de su condición de primogénito, el joven Señor de La Salle manifestó enseguida su intención de seguir la carrera eclesiástica, quizás con el inconfesado objetivo de convertirse un día en obispo. Sus orígenes en la alta burguesía de su tierra, su temprano acceso a una canonjía en la catedral de Reims, sus estudios en el prestigioso Seminario de San Sulpicio, de París, y en la también parisina universidad de La Sorbona −interrumpidos inesperadamente por la repentina muerte de sus dos progenitores− y el doctorado en teología, que concluyera más tarde en su ciudad natal, eran argumentos más que sobrados para progresar sin trabas en la carrera hacia el episcopado. Pero Dios, que −según De La Salle− “gobierna todas las cosas con sabiduría y suavidad”, tenía para él otros planes.

Las escuelas y los niños pobres, en efecto, se cruzaron de improviso en su camino y lo que en un principio sólo era un deber de caridad para con unos maestros cristianos desamparados terminó por dar un vuelco completo a la vida del joven canónigo. Primero fue buscar una casa para alojar a aquellos maestros; luego encargarse de su sustento, trayéndolos a comer incluso a la propia mansión familiar de los De La Salle; hasta acabar, al final, viviendo como ellos y con ellos, tras renunciar a la canonjía y repartir gran parte de sus bienes entre los necesitados.

Todo un proceso de renuncia a su privilegiada condición social y eclesiástica para pasar a compartir vida y misión con un grupo de pobres maestros muy mal considerados por el resto de sus conciudadanos, pero elegidos por Dios para convertirlos −según dejaría escrito más tarde el propio De La Salle− en “embajadores de Dios, ministros de Jesucristo y ángeles custodios de los niños”, desempeñando en las escuelas un empleo “tan importante en la Iglesia como el de los apóstoles o el de los obispos”. Se refería al de la educación cristiana, por supuesto.

Unas escuelas diferentes.- El negocio escolar marchaba boyante por aquel entonces en muchos rincones de Francia, con todo tipo de maestros escribanos y artesanos de la caligrafía que controlaban con cuidado cuanto tuviera que ver con su trabajo, sobre todo si podía afectar a sus bolsillos.

También en la Francia católica de aquellas fechas posteriores al Concilio de Trento el mundillo escolar estaba muy activo, aunque por razones distintas. Se pretendía recristianizar con entusiasmo a amplios sectores del país que vivían su fe de manera mediocre, y como medios privilegiados para conseguirlo proponían la catequesis y la escuela cristiana, que a menudo se confundían. Así las cosas, muchas parroquias organizaban escuelas para niños pobres, que, no obstante su nombre, dedicaban gran parte del tiempo a temas de catequesis, liturgia, moral y vida cristiana en general, de modo que de allí salieran cantores, acólitos, algunos candidatos al sacerdocio y, sobre todo, buenos creyentes.

En su inesperado acercamiento al ambiente escolar católico, Juan Bautista podía haber copiado cualquiera de los muchos modelos que, aquí o allá, un poco por todas partes, se estaban experimentando. Habría sido lo más sencillo. Sin embargo, decepcionado seguramente en sus primeros contactos con los responsables diocesanos de las escuelas de Reims, con quienes tuvo que gestionar el reconocimiento legal de una comunidad de religiosas, decidió transitar con sus maestros por un camino diferente.

Este planteamiento original, que dio a sus primeros cultivadores no pocos dolores de cabeza, terminó por imponerse sin discusión, de manera que a lo largo del siglo XVIII, y sobre todo en el XIX y primera mitad del XX, alcanzó un éxito impresionante, tanto dentro como fuera de las fronteras geográficas y culturales francesas. Trece Hermanos oficialmente canonizados, 74 beatificados −bastantes de ellos mártires de la última Guerra Civil Española− y muchos otros que esperan el veredicto vaticano acreditan, además, la sublime calidad espiritual del camino lasaliano.

Tres puntos clave.- Para comprender como es debido la originalidad del carisma lasaliano habría que fijarse fundamentalmente en tres aspectos, que han de ir siempre inseparablemente unidos. En primer lugar, la íntima convicción, que debe animar a todos los lasalianos, de haber sido elegidos y enviados por Dios a trabajar en su viña, de ser testigos del amor del Padre entre los niños y jóvenes necesitados, instrumentos del Reino de Dios en las escuelas. Esta manera de plantear la educación cristiana la vuelve mucho más interesante y atractiva que una simple profesión de utilidad social, para hacer de ella un auténtico ministerio eclesial, por el que la gracia del cielo llega a los hombres y va haciendo realidad el sueño de Dios en relación con los niños y jóvenes más pobres.

No se puede ser seguidor de Juan Bautista De La Salle sin cultivar con mimo esta profunda dimensión mística del trabajo apostólico, a base de contactos prolongados con la Palabra de Dios, de recuerdo frecuente de su presencia en nuestro derredor, de plegaria intensa y profunda, de “espíritu de fe”, en definitiva, como dejaría escrito el propio Juan Bautista.

En segundo lugar, los primeros Hermanos de La Salle concibieron un modelo profundamente comunitario de animación de las escuelas, basado en un concepto original que para ellos resultaba primordial: la “asociación para la misión”. Algunos especialistas consideran que ésta es la gran aportación lasaliana a la historia de la educación: constituir un grupo sólido de educadores entusiasmados con la tarea de promover juntos la obra de las escuelas cristianas, de modo que los niños más necesitados puedan convertirse en hombres de provecho para la sociedad y cristianos coherentes con su fe. Así, cada lasaliano tiene su puesto concreto en el conjunto de la obra de las escuelas, pero todos juntos, “asociados”, desarrollan la única misión de implantar el Reino de Dios entre niños y jóvenes. La comunión profunda entre sus protagonistas es, por tanto, el imprescindible punto de partida de toda iniciativa apostólica lasaliana.

Un tercer aspecto que caracteriza desde sus primeros momentos la obra de los Hermanos fundados por De La Salle es la organización de sus obras educativas, que estarán fundamentalmente destinadas y pensadas para los pobres, pero, al mismo tiempo, se abrirán sin complejos a todos los interesados en acudir a ellas. Los centros lasalianos nunca serán guetos sociales, como pedía, con frecuencia, la costumbre y hasta la legislación de la época fundacional, sino espacios bien organizados, concebidos con una visión muy práctica de la educación, donde poder prepararse con rapidez y eficacia a ocupar un puesto en la sociedad, dando importancia primordial a las relaciones de calidad entre todos, más allá de su responsabilidad precisa en el organigrama escolar, y reservando permanentemente a la religión un lugar destacado, de modo que los alumnos se habitúen desde pequeños a vivir su fe con naturalidad e interés.

Figuras clave en las escuelas lasalianas serán sus maestros, “hermanos entre ellos y hermanos mayores de sus alumnos”, según les recomendaba su Fundador, lo que hará de la cercanía y la confianza claves indispensables del éxito escolar.

Los primeros lasalianos sólo utilizaban el latín en las iglesias, lo que les valió no pocas veces la mofa y hasta el insulto explícito de quienes los consideraban unos auténticos incultos. Sin embargo, eran unos profesionales de la educación entusiasmados con su trabajo y formados para ejercerlo bien; excelentes conocedores y desarrolladores prácticos de un método escolar original que, con el tiempo, terminaría por mostrar una eficacia pedagógica de alto nivel en todos los sentidos; personas convencidas de la extraordinaria importancia de realizar perfectamente su labor, ya que, como les aconsejaba su Fundador, “no debían hacer diferencia entre los deberes de su empleo y los de su propia salvación”. De La Salle fundó una institución de educadores cristianos, de maestros, en el mejor sentido de la palabra, y no sólo de catequistas.

En esta misma línea de exigencia en los planteamientos pedagógicos, y al contrario de lo que ha sido habitual en otras instituciones similares, entre los Hermanos de La Salle nunca ha habido sacerdotes, “porque −en opinión del Fundador− la comunidad y el empleo escolar exigen un hombre entero”.

La hora actual.- Ya hemos comentado cómo, en línea con la invitación que lanzaba insistente el Vaticano II hace ya unos cuantos decenios, los Hermanos de La Salle se hallan envueltos en un proceso de reinterpretación y renovación de su carisma fundacional, de manera que pueda adaptarse sin estridencias a las novedades del tiempo presente. Algunos han llamado a este proceso “refundación” aunque tal vez no sea el término más apropiado para una institución que existe desde hace más de tres siglos.

El ambiente de los países donde la implantación de los Hermanos era más intensa no ha favorecido en absoluto el desarrollo sereno de este proceso, pues lo ha hecho coincidir con una rápida laicización de la sociedad, al tiempo que una aguda crisis vocacional sacudía con fuerza a la institución. La perplejidad y el temor ante los nuevos planteamientos se convirtieron en una tentación que ha habido que superar, evitando achacar a los cambios que se intentaban promover la responsabilidad del mal momento.

A pesar de todo, el Instituto de los Hermanos se embarcó con audacia en la tarea de actualizar su carisma fundacional y, siguiendo a su Fundador, “se hizo a la mar sin velas ni remos”, apoyado únicamente en una irreductible convicción: mediante capítulos, reuniones, discusiones, elecciones, documentos, etc., el Espíritu continuaba guiándolos con amor.

Se puede decir que, para los Hermanos de La Salle, el pistoletazo de salida de todo el proceso de renovación institucional comenzó con el Capítulo General de 1966-1967, que alumbró unos documentos normativos tremendamente novedosos, que respiraban un aire por completo distinto al que había sido habitual durante los casi tres siglos transcurridos desde la fundación, e invitaban a dar nuevos pasos en fidelidad creativa al legado de los primeros Hermanos. Tras un par de décadas de perplejidad y agridulces ensayos, el cambio cobró nuevos bríos a principios de 1987 con la aprobación definitiva de la nueva Regla, aún vigente en el Instituto, y ha continuado haciendo camino, sin prisa ni pausa, hasta el día de hoy.

Y es que los Hermanos están convencidos de que el carisma que Juan Bautista De La Salle recibiera del Espíritu para servir a la Iglesia y al mundo no les pertenece a ellos en exclusiva, ni mucho menos. Es un bien con el que Dios bendijo a toda su Iglesia y, en consecuencia, a disposición de la Iglesia entera debe quedar. Por eso, no se sorprenden en absoluto cuando descubren a un número cada vez mayor de personas de toda condición, implicadas, sobre todo, en tareas educativas y catequísticas, que desean apoyar su vida y su compromiso apostólico en los pilares de la espiritualidad lasaliana. Como la historia anterior no hay quien la borre, a los Hermanos les corresponde −de momento− una responsabilidad particular en el discernimiento y la formación de estos nuevos llegados a los aledaños del carisma lasaliano, de manera que su experiencia sea auténtica y puedan penetrar hasta el fondo en los secretos del carisma lasaliano para recibir de él vida y sentido en plenitud.

Por utilizar sus propias palabras, los Hermanos se sienten hoy “corazón, memoria y garantía” del carisma lasaliano para cuantos están interesados en fundamentar su existencia en él. No tienen mensajes revolucionarios que comunicar a quienes buscan; tan sólo insisten en las claves lasalianas de siempre: el espíritu de fe, que hay que cultivar a base de Palabra de Dios y oración; la comunión lasaliana, a la vez fuente y fruto de la misión; la asociación para el servicio educativo de los más necesitados... Y elevan confiados sus brazos al cielo, esperando, una vez más, que el Espíritu fecunde sus desvelos como sólo Él lo sabe hacer.


Hermano Josean Villalabeitia