martes, 30 de octubre de 2012

Hermana Roberta Vitasoa, Mahavelona (Madagascar)



“Si descuidásemos el servicio 
a los más pobres no seríamos lo que Dios 
espera de nosotras” 
Mis compañeros llevaban tiempo insistiendo en que viajase hasta Antananarivo, la capital de Madagascar, para animar una serie de actividades formativas. La idea me atraía así que, en cuanto tuve oportunidad, allí me presenté. Por lo que decían, me imaginaba que trabajaría en el ambiente y con los medios propios de una gran ciudad. Y, en parte, así fue; solo en parte...

Porque lo que nunca se me había pasado por la cabeza es que mis mejores momentos en la enorme isla del Índico tendrían como escenario un polvoriento pueblecito de la campiña central malgache  –Mahavelona–, en el que las Hermanas Guadalupanas de La Salle tienen una comunidad.

La artífice de todo fue una vieja conocida, la Hermana Roberta Vitasoa, responsable máxima del colegio diocesano que en aquella localidad dirigen las religiosas Guadalupanas. Esta Hermana se empeñó en aprovechar mi presencia en tierras malgaches para organizar un cursillo destinado a los maestros católicos de aquella olvidada comarca de Mahavelona y, de paso, alguna cosa más para las Hermanas de su comunidad.

No podía rehusar, así que allí me presenté, un poco a la aventura, sin saber a ciencia cierta lo que me esperaba... Fueron diez días de ensueño, una auténtica gracia del cielo, el mejor regalo de cuantos recibí en aquellas intensas semanas en Madagascar.

Una vieja amiga.- Conocí a la Hermana Roberta en Madrid, cuando ella aprovechaba, con verdadera fruición, el año sabático que le habían ofrecido para mejorar su formación. Por distintos motivos, tuvimos ocasión entonces de conversar con frecuencia; siempre me sorprendieron sus profundas convicciones vocacionales y misioneras. Pero acompañarla ahora en su ambiente, superar con ella las dificultades cotidianas, visitar los lugares y las personas que la cuestionan sobre su misión y que le reclaman respuestas evangélicas concretas, compartir sobre el terreno sus sueños más personales... ha sido algo del todo distinto; me ha permitido comprender mejor sus insistencias, sus subrayados, sus lugares comunes; me ha ayudado, en definitiva, a conocerla más a fondo.

La Hermana Roberta es malgache; procede de una tribu del sur, los bara, que tienen fama entre sus compatriotas de guardar celosamente sus tradiciones inmemoriales, y entre los misioneros de ser particularmente impermeables a la fe cristiana. “Si vas a mi poblado un domingo, encontrarás la iglesia llena, pero entre los fieles no verás a un solo bara”, me dice sonriente cuando le sugiero que, al destacar la cerrazón de la gente de su etnia, quizás se esté exagerando un poco. Y añade una anécdota personal: “Una vez conocí por casualidad a un misionero polaco que había pasado más de treinta años en mi tierra; cuando le dije que era bara no se lo podía creer. ‘¿Religiosa y bara? Imposible: los baras jamás se harán cristianos’, repetía con insistencia”. Nuestra Hermana tuvo que ir nombrando a las personas más célebres de su familia, gente muy conocida para el misionero, para que este se convenciera de que no le estaban engañando.

Según sus propios cálculos, la Hermana Roberta debe de ser la segunda religiosa bara; sacerdotes o religiosos de su tribu no conoce a ninguno. Claro que nuestra Hermana contó con una baza vocacional favorable. Su padre era policía, lo que le permitió salir muy pronto de su pueblo y vivir en lugares donde la fe cristiana estaba más arraigada. De hecho, la Hermana vivió de joven en varias ciudades, y en una de ellas, Ambositra, conoció a los Hermanos de La Salle, que dirigían el colegio donde estudiaba. Roberta quiso ser como ellos y terminó profesando con las Guadalupanas de La Salle, un Instituto religioso que en aquel momento no estaba presente en Madagascar.

En realidad, fue precisamente la insistencia de la joven Vitasoa  –y de otras chicas como ella–  en ser como los Hermanos lo que obligó a estos a ponerse en contacto con las Guadalupanas, religiosas animadas por el mismo carisma de La Salle, para que viniesen a fundar a Madagascar. La Hermana Roberta formó parte de la primera promoción de novicias Guadalupanas malgaches. Eso fue hace casi veinte años pero ella nunca se ha arrepentido de aquella opción tan aventurada.

Religiosa y universitaria.- La decisión de nuestra Hermana de hacerse religiosa no fue nada fácil pues sus familiares se oponían con todas sus fuerzas, y de ninguna manera querían dar su brazo a torcer: “Como mis mayores no eran cristianos, no podían comprender mi opción. Pero el amor de Dios me había atrapado, y yo estaba completamente convencida de que el Señor me llamaba por ese camino”.

Por otra parte, en Madagascar  –y menos aún entre los baras–  no es nada normal que una mujer se dedique al estudio, e incluso logre concluir con éxito una carrera universitaria. “Sin embargo, mi padre era en esto una excepción; quería que yo fuese a la universidad y estudiara allí lo que más me gustase  –nos cuenta la Hermana Roberta– . Y, para llevar a cabo su idea, estaba siempre muy pendiente de mí, de modo que no me distrajese con fiestas, chicos, etc. Ese era otro motivo por el que él no quería que yo fuese religiosa: para poder estudiar. Pero, después de profesar como Hermana, creo que he cumplido de sobra aquellos deseos de mi padre, aunque, por desgracia, él no viviera para verlo”.

La Hermana Roberta se siente una privilegiada por haber podido formarse en la universidad, aunque entre sus Hermanas esto es bastante habitual. “Las Hermanas Guadalupanas malgaches tenemos muy claro que si queremos prestar un buen servicio a la sociedad debemos estar bien preparadas profesionalmente, y luego, también, ser muy generosas en nuestro trabajo”.

Una vez concluida su preparación académica le tocó dedicarse en cuerpo y alma a la misión. Tampoco entonces lo tuvo fácil porque, tal vez debido a sus estudios, su principal responsabilidad consistió siempre en dirigir escuelas; el primer año en Tamatave, la segunda ciudad del país, pero los ocho siguientes tuvo que irse al campo, muy lejos de las ciudades, a un mundo pobre y olvidado de todos. “Para quien busca comodidades no es nada agradable vivir en un pueblo como Mahavelona, pero las Hermanas buscamos a Dios, y Él está sobre todo entre los pobres”, comenta la Hermana, para recordar a continuación el lugar de honor que, a este respecto, ocupan los pobres en su institución: “Las Hermanas tenemos que mantenernos muy fieles a nuestro carisma de servicio a los más pobres; si lo descuidásemos no seríamos lo que tenemos que ser, lo que Dios espera de nosotras”.

Y, como sin quererlo, la Hermana Roberta nos desvela un secretillo interior, que la vuelve mucho más humana y nos descubre, al mismo tiempo, otra cara de su profunda espiritualidad apostólica: “Cuando me siento un poco desmoralizada  –a todos nos pasa–  me gusta recordar que anunciar la Palabra de Dios a los pobres es uno de los signos más claros de la presencia del Reino de Dios entre nosotros; lo dice el Evangelio. Y así me animo un poco”, concluye.

Pobres pero alegres.- Las Guadalupanas de Mahavelona viven con mucha austeridad; en esto se parecen a sus vecinos: no tienen agua en casa, por lo que han de dedicar todos los días un largo rato a acarrearla desde las fuentes del pueblo, aunque para ello a menudo cuentan con la ayuda de los propios chicos y chicas de su internado. Tampoco disponen de electricidad, por más que una placa solar les proporcione algo de luz al anochecer para que puedan rezar y cenar con un poco más de tranquilidad. Ellas mismas se resuelven todos los problemas de cocina, compras, limpieza de la casa, lavado de la ropa…, muchas veces después de un trabajo agotador en clase, en la parroquia vecina, en el pueblo o por los poblados de los alrededores. Las dos Hermanas más jóvenes tienen, incluso, que compartir habitación.

Una vida pobre, al servicio generoso de los pobres, que se desarrolla en medio de una alegría desbordante; esto, ciertamente, llama la atención. “Ser pobres no sirve de nada si no es una pobreza voluntariamente aceptada y vivida con alegría; como hacía san Francisco”, afirma sin dudar la Hermana Roberta cuando le subrayo este detalle de su comunidad. Pero ella va aún más lejos: “La verdad es que, con nuestros ingresos, no hay forma de vivir de otra manera; pero si pudiéramos elegir, tendríamos que optar por un estilo de vida muy sencillo, parecido al que llevamos ahora; por fidelidad a nuestro carisma y por solidaridad con nuestros alumnos y vecinos”.

La comunidad Guadalupana de Mahavelona está formada por cinco Hermanas, todas malgaches, que intentan vivir como una familia muy unida, en la que todas son responsables de cuanto la comunidad es y hace: “La vida comunitaria tal vez sea lo que más nos cuesta, pero estamos convencidas de que sin una comunidad muy sólida nuestra vida sería muy difícil, y también nuestra misión”, confiesa con sinceridad la Hermana Roberta. “Nos encantaría que la gente nos viese como un grupo muy unido, a pesar de no tener lazos de sangre. En nuestro país la familia es fundamental; pues bien, nosotras queremos formar una nueva familia, más fuerte y más unida todavía que nuestras familias naturales, una familia basada en la fe y en la vocación común de todas las Hermanas, y partir de ahí contagiar nuestra experiencia por todas partes.”

Luego nuestra Hermana se queda un rato en silencio, pensativa, para añadir de pronto: “Tener un solo corazón y una sola alma, como los primeros cristianos; no sería mala idea… Y atraeríamos a mucha gente, como entonces”. En esto, a buen seguro, el Señor está plenamente de acuerdo con la Hermana Roberta.

                                                                                                                 Josean Villalabeitia