jueves, 28 de noviembre de 2013

La carta de Parmenia


Es un documento nacido hacia el final de la vida del Fundador, que sirvió para resolver la crisis provocada por la retirada de Juan Bautista hacia el sureste de Francia, intentando escapar de las dificultades que asediaban a su Instituto por el norte.

El origen de toda esta peripecia histórica podría situarse hacia febrero de 1712, aunque la cosa se gestaba desde tiempo atrás. La Sociedad de las Escuelas Cristianas se halla por entonces sometida a una serie de fuertes tensiones: juicios que prometen sentencias poco favorables, eclesiásticos que tienen un ascendiente notable  –no siempre beneficioso-  sobre algunos Hermanos, división interna, críticas contra el Superior...

De La Salle se considera culpable directo de todo ello, piensa que su persona está influyendo muy negativamente sobre los acontecimientos que amenazan al Instituto, y tal vez hasta llegue a considerar que, después de más de treinta años de duros esfuerzos, sacrificios, renuncias, opciones, convencido de que Dios mismo era quien se los solicitaba, todo lo que ha emprendido y ayudado a desarrollar estaba equivocado y le hubiera resultado más provechoso dedicarse a otros menesteres. El caso es que, seguramente como vía de solución para las dificultades, decide quitarse de en medio: deja París y se va hacia el sur de Francia  -otras tierras, otros Hermanos-, dejando de hecho abandonadas en manos de los Hermanos sus responsabilidades de Superior, sobre todo en el norte del país, que es donde se situaba gran parte de las comunidades de Hermanos y, desde luego, todas las más antiguas[1].

Probablemente se ha exagerado un tanto esta huida de Juan Bautista; visitó ciertamente comunidades de Hermanos, vivió en ellas y los demás superiores de la Sociedad siempre supieron dónde localizarle. Pero sí es cierto que pretendió alejarse del núcleo del torbellino y, sobre todo, que entró en una crisis  personal  y  espiritual  impresionante.  Los  biógrafos  dicen  que  fue  el encuentro con una santa mujer, que encontró casi por casualidad en un santuario del sudeste de Francia, cuando se recuperaba de un achaque de salud, el que comenzó a despejar las tinieblas que poblaban el interior del ex canónigo remense[2]. Pero, en realidad, el punto de inflexión determinante vino a provocarlo una misiva que le dirigieron a Juan Bautista algunos Hermanos directores de la región parisina, preocupados por el cariz que estaban tomando los acontecimientos y por la cada vez más prolongada ausencia de su superior mayor.

El texto de dicha carta, escrita el día de Pascua de 1714, es el siguiente: "Señor, nuestro querido padre: Nosotros, principales Hermanos de las Escuelas Cristianas, deseando la mayor gloria de Dios y el mayor bien de la Iglesia y de nuestra Sociedad, reconocemos que es de capital importancia que vuelva a encargarse de la dirección general de la obra santa de Dios, que es también la suya, ya que plugo al Señor servirse de usted para fundarla y guiarla desde hace tanto tiempo. Todos estamos convencidos de que Dios le ha dado y le da las gracias y los talentos necesarios para gobernar bien esta nueva compañía, que es tan útil a la Iglesia; y con justicia rendimos testimonio de que usted la ha guiado siempre con gran éxito y edificación. Por todo ello, señor, le rogamos muy humildemente y le ordenamos, en nombre y de parte del Cuerpo de la Sociedad, al que usted prometió obediencia, que vuelva a asumir de inmediato el gobierno general de nuestra Sociedad[3]. En fe de lo cual lo hemos firmado. Hecho en París este primero de abril de 1714, y nos reiteramos, muy respetuosamente, señor nuestro muy querido, sus muy humildes y muy obedientes inferiores"[4].

De nuevo en un momento de profunda crisis en el Instituto, con un muy serio peligro de cisma interno, el único noviciado en horas muy bajas y algunos eclesiásticos intentando modificar las Reglas y controlar la Sociedad con el aparente beneplácito de no pocos Hermanos, la fórmula de consagración de 1694 va a aportar luz y energía suficientes para salir del túnel. Ni qué decir tiene que De La Salle no se lo pensó dos veces: hizo caso a lo que sus Hermanos le solicitaban y en poco tiempo  se  presentó  de  nuevo  en  París  para ponerse a su disposición. Se superaba de esta manera la que se considera probablemente como la crisis más grave que sufrió el Instituto en vida del Fundador[5].

Subrayemos también, de paso, que el aparente abandono en que Juan Bautista deja a los Hermanos del Norte sirve, dentro de lo malo, para que algunos Hermanos con responsabilidades de gobierno tomen la situación en sus manos, comiencen bien que mal a tomar decisiones y adquieran en poco tiempo una experiencia intensa de gobierno, que en sus puestos anteriores no tenían y sólo los momentos de dificultad conceden con acelerada rapidez. De hecho, el Hermano Bartolomé, a quien le tocó hacer de Superior en los momentos de ausencia de Juan Bautista, tuvo que actuar con tres o cuatro años de antelación casi como el Superior General que posteriormente, a partir de su elección en la asamblea de 1717, fue. Son algunos efectos positivos de la crisis, cuya importancia de cara al desarrollo de la Sociedad de las Escuelas Cristianas no se debe menospreciar.

Pero centrémonos en la carta. Los biógrafos primitivos subrayan el espíritu de obediencia de que dio muestra el Señor de La Salle accediendo a lo que solicitaban sus Hermanos[6]. Sería un tema de discusión interesante para los canonistas saber hasta qué punto tres Hermanos directores y algún Hermano más[7] podían constituirse en ‘Cuerpo’ del Instituto y dar órdenes válidas a su Superior mayor. Pero no es este el punto que nos interesa: los primeros biógrafos tienen la permanente tentación de construir una imagen ideal de la persona, convirtiéndola en un personaje, en un modelo para imitar, de hacer hagiografía, en suma; y en este suceso la obediencia se presta bien a ello. Sin embargo a nosotros, hoy en día, el escrito nos sugiere otras reflexiones.

Si nos fijamos en la evolución que se ha producido en el interior del Instituto, por ejemplo, la carta es interesante, sobre todo, porque muestra con cierta claridad hasta qué punto los Hermanos, o al menos algunos de sus responsables, habían asimilado los valores fundamentales de la Sociedad. Cuentan los biógrafos que De La Salle se sintió muy sorprendido al recibir la misiva, hasta el punto de llegar a dudar de su autenticidad: "Si no hubiera reconocido la escritura de los Hermanos que la habían firmado, habría podido sospechar de ella"[8]. No se lo podía creer, quizás porque no creía a sus humildes Hermanos capaces de dar órdenes tajantes a un sacerdote, que además era su superior. También le sorprenderían lo suyo  -gratamente, por supuesto-  las muestras de cercanía y cariño de que le hacían objeto sus Hermanos, y las alabanzas de su gestión que la carta portaba. El hecho mismo de que le llegase el mensaje, de que sus Hermanos, que él pensaba alejados de su persona y más bien hostiles, contrarios a su gestión, se acordasen de él, lo reclamasen para que volviera a París, en las circunstancias concretas en que su pseudofuga se había producido, no podía de ninguna manera dejar indiferente al Fundador, por muy frío que fuese desde el punto de vista afectivo[9].

Porque la carta es un auténtico reconocimiento por parte de los Hermanos de la importancia que la presencia de Juan Bautista al frente del Instituto tenía para el buen funcionamiento del mismo. Los autoproclamados “principales Hermanos de las Escuelas Cristianas”[10] vuelven a asociar, en un único movimiento, “la mayor gloria de Dios, el mayor bien de la Iglesia y de nuestra Sociedad”, de manera similar a como lo hacían en la profesión de 1694. Como la misma carta indica, los Hermanos están convencidos de que la obra del Fundador, es decir, el Instituto, es “la obra santa de Dios” y, en la línea de las reglas personales del Fundador, consideran que “plugo al Señor servirse de usted [Juan Bautista] para fundarla y guiarla desde hace tanto tiempo”. Los Hermanos, por tanto, están ya muy convencidos de que trabajan directamente en la obra de Dios. Es más, despliegan a la vista del Fundador el mecanismo por el que Dios implanta su obra entre los hombres: eligiendo y llamando al que hoy es su Superior desaparecido de escena, para que se encargue de poner en marcha y conducir esa obra divina. El señor De La Salle, en consecuencia, es el instrumento concreto del que “Dios se sirve”, mediante el que Dios actúa en el mundo, y las escuelas son su obra concreta.

Después de este reconocimiento, que no es tan nuevo, pues recoge, con otros términos, los mismos planteamientos de la fórmula de consagración de 1694, sí que afirman una novedad importante. Dios no solo llama y elige; da, además, las gracias necesarias para llevar adelante con éxito el ministerio encomendado. En el caso de la carta al Fundador, se dice explícitamente: “Todos estamos convencidos de que Dios le ha dado y le da las gracias y los talentos necesarios para gobernar bien esta nueva compañía, que es tan útil a la Iglesia”. Así pues, además de elegir y llamar, Dios prepara a su instrumento, de manera que, al modo de la más pura tradición bíblica, nunca pueda decir [11]. A aquel ex canónigo rico que tanto tuvo que luchar, y a tantas incomprensiones y malentendidos tuvo que hacer frente, para poder seguir adelante por el camino que Dios parecía proponerle, estas palabras tenían que llegarle directas al corazón. Porque le estaban recordando los misteriosos caminos de su consagración, en términos muy parecidos a los que él mismo utilizaba en otra época, por los días del Memorial sobre los orígenes. Todos los elementos clave de la consagración, tal como el Fundador los expresaba allá  -llamada, obra de Dios, instrumento, gracias necesarias, escuelas- estaban presentes en la carta. Era evidente que habían pasado desde él mismo, Juan Bautista, a sus Hermanos, y ahora éstos se los devolvían para suscitar en su interior una enésima conversión y hacerle cambiar de actitud. La experiencia de la consagración para las escuelas cristianas, con la coloración y matices propios de la vivencia irrepetible del Fundador, había quedado bien grabada en su Instituto, y ahora la encontraba plasmada, con todos sus ingredientes, en el escrito que sus Hermanos le hacían llegar.
  
Pero, sin duda, la carta indicaba otras cosas importantes no ya solo para la peripecia vital del señor De La Salle, sino para la de todos los Hermanos de las Escuelas Cristianas también. Porque, para empezar, dejaba claro que el espíritu fundamental del Instituto[12], que podríamos considerar resumido en la fórmula de votos, estaba calando profundamente en los Hermanos. En concreto, los Hermanos mostraban que comprendían perfectamente el sentido profundo del Instituto; se sentían un cuerpo vivo, responsable, consciente de su origen carismático y de su historia pasada, presente y futura, que, viéndose en peligro, acude a los medios de defensa que la tradición institucional pone a su alcance.

Esta es, seguramente, la razón fundamental por la que en las últimas líneas de texto se abandona el tono amable, y hasta levemente adulador por momentos, que el mensaje había tenido hasta entonces para volverse una conminación legal inapelable: “Le ordenamos, en nombre y de parte del Cuerpo de la Sociedad, al que usted prometió obediencia, que vuelva a asumir de inmediato el gobierno general de nuestra Sociedad”. Ya no hay bromas: se trata del voto hecho al Dios que lo eligió y de la promesa hecha a sus compañeros de institución. Tal vez nunca había tenido ocasión de comprobarlo, pero esta vez estaba claro que sus Hermanos comprendían perfectamente cuál era la empresa a la que Dios los había convocado, que la Sociedad de las Escuelas Cristianas disponía en su interior de los dinamismos y recursos necesarios para asegurar su existencia y el cumplimiento de sus objetivos fundamentales. Sin duda De La Salle comprendió complacido que, precisamente porque sus discípulos lo llamaron, teniendo en cuenta las razones en las que fundamentaban su llamada, su presencia al frente de la Sociedad ya no era indispensable. Los Hermanos podían perfectamente dirigirla sin él.

Y así sucedió. Porque, tras su regreso a París, las cosas ya no volvieron a ser como antes. En teoría Juan Bautista continuaba siendo el Superior, pero de hecho compartía responsabilidades con el Hermano Bartolomé, que era quien lo había sustituido al frente de la Sociedad durante la ausencia del titular. No se había tratado de nada oficial; había sido, más bien, una reacción espontánea de los Hermanos, orientada por el puesto en que De La Salle había colocado al Hermano Bartolomé: maestro de novicios de la región norte. Poco después, el domingo de Pentecostés de 1717, de acuerdo con la tradición de la Sociedad, dieciséis Hermanos directores se reunieron en San Yon (Ruán) y, en ausencia del Fundador, expresamente solicitada por él mismo, eligieron al Hermano Bartolomé como Superior General del Instituto. El resultado de la votación, para qué decirlo, no ofreció sorpresa alguna. En adelante, la tradición de los Hermanos hará una distinción histórica de roles verdaderamente significativa: si Juan Bautista De La Salle es el Padre y Fundador del Instituto, sólo el Hermano Bartolomé será considerado como el primer Superior General[13]; se entiende así que la situación de gobierno anterior a su elección como tal formaba parte de las circunstancias excepcionales propias del tiempo de fundación. Al actuar así, la Sociedad de las Escuelas Cristianas se ha mostrado escrupulosamente fiel a aquellos principios fundacionales que dejaron firmados en el acta de 1694.

                                                                 Hermano Josean Villalabeitia




[1] Descripción, detalles y análisis de todas estas cuestiones en Bédel H., Orígenes: 1651-1726, Hermanos de las Escuelas Cristianas, Roma 1998, pp. 149-155; Gallego S., San Juan Bautista De La Salle I. Biografía, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1986, pp. 471-514; Villalabeitia J., ¿Qué pasó en Parmenia?, en Unánimes 158 (2002) 5-16. Un excelente comentario de la carta, a cargo del Hermano Michel Sauvage, puede hallarse en Burkhard L. – Sauvage M., Parménie. La crise de Jean-Baptiste De La Salle et de son Institut (1712-1714) (Cahiers Lasalliens 57), Maison Saint Jean-Baptiste De La Salle, Roma 1994.
[2] Esta mujer, con fama de santidad, era conocida como ‘Sor Luisa’, y residía en la colina de Parmenia, cerca de Grenoble, en Francia. Cf. Gallego S., o. c., pp. 507-508.
[3] En la vida del Hermano Bartolomé que escribió como anexo a su biografía del Fundador,  Juan Bautista Blain indica que la carta que recibió De La Salle en Parmenia sólo le pedía que volviese a París; cf. CL 8, Abregé de la vie du frère Barthelemi..., p. 19. Esto explicaría el saludo del Fundador a su llegada a la comunidad parisina de la calle Barouillère: “Heme aquí ¿Qué desean de mí?”; Blain J.-B., Cahiers lasalliens 8 (CL 8), Maison Saint Jean-Baptiste De La Salle, Roma 1961, p. 120.
[4] La carta la transcriben los dos biógrafos primitivos del Fundador que narran estos hechos. Detalles en Gallego S., o. c., p. 512, nota 70. Descripción de la crisis y análisis interesante de la carta en Bédel H., o. c., pp. 149-159.
[5] Leyendo los últimos capítulos del tercer libro de Blain, uno tiene la sensación de que el biógrafo, amigo del Señor de La Salle, al que conoció en los últimos años de su vida, intentó obtener de él alguna valoración personal de los sucesos que concluyeron con la carta de Parmenia. Todo parece indicar, sin embargo, que Juan Bautista siempre se negó a manifestar comentarios al respecto... Cf. Blain J.-B., CL 8, pp. 121ss.
[6] Maillefer F. E., La vie de M. Jean-Baptiste De La Salle, prêtre, docteur en théologie, ancien chanoine de la cathédrale de Reims, et instituteur des Frères des Écoles Chrétiennes (Cahiers lasalliens 6), Maison Saint Jean-Baptiste De La Salle, Roma 1966, p. 227; Blain J.-B., CL 8, p. 119.
[7] "Para los biógrafos, los reunidos son los principales Hermanos de París, Versalles y San Denis; […] Entre las tres comunidades sumaban dieciocho Hermanos: los que ya habían profesado perpetuamente podrían ser de seis a diez. Ellos firmaban la carta". Gallego S., o. c., 512-513. Cf., en esas páginas, notas 71, 72 y 73.
[8] Blain J.-B., CL 8, p. 119.
[9] El Hermano Alphonse Daniel Marcel estudió los rasgos caracteriológicos de la personalidad del Fundador, tal como aparecen en sus biografías y escritos personales, llegando a la conclusión de que se trataba de un apasionado, es decir, de una persona emotiva, activa y secundaria, con una particular acentuación de este última rasgo. Por consiguiente, la aparente frialdad con la que se comportaba en público no hay que interpretarla, de ningún modo, como que Juan Bautista fuera insensible a ciertos gestos de aprecio y cariño hacia su persona; eso sí, hacía serios esfuerzos por que sus reacciones afectivas no aflorasen al exterior; cf. À l’école de Saint Jean-Baptiste De La Salle, Ligel, París 1952, pp. 41-59.
[10] Todas las referencias de los párrafos siguientes a la carta de Parmenia se pueden confrontar con el texto completo de la carta que se ofrece en las páginas 109-110.
[11] Jr 1,6.
[12] La palabra ‘Instituto’ no aparece nunca en la carta, que emplea preferentemente el término ‘Sociedad’  -una vez el de ‘compañía’-  para hablar de los Hermanos.
[13] El Hermano Bédel H lo comenta, citando al historiador del Instituto Georges Rigault; cf. o. c., p. 165.